Vivimos tiempos extraños

Vivimos tiempos extraños. La imposibilidad de viajar en avión durante un día hace que el gobierno decrete estado de alarma (ni atentados de ETA, ni el  11M, ni catástrofes naturales habían merecido tal medida), intervenga el ejército, se acuse a los controladores de sedición, los medios de comunicación se alineen con el gobierno en la condena a los huelguistas, se decrete la caza de los bien pagados (este parece ser el motivo último de la indignación) controladores y, una vez más, se demonicen huelgas, liberados y sindicatos.

Vivimos tiempos extraños. El anuncio de la supresión del subsidio de  426 euros a los parados sin otro ingreso no ha conseguido que pase absolutamente nada. En la prensa encuentro cifras desde 250.000 hasta 650.000, pasando por unos concretísimos 338.952 afectados. No estamos hablando de pasar un puente, de un viaje de negocios o de llegar a casa con un día de retraso; estamos hablando de comer, de pobreza. Y ya digo, no pasa nada.

Tiempos modernos

Nunca en la historia el ser humano ha estado tan protegido, nunca en la historia el ser humano ha estado tan indefenso. Nunca ha sido más libre, nunca ha sido más esclavo.

Hemos llegado a un punto en que un individuo medio, normal en el sentido estadístico del término, es un ser que necesita a alguien que haga crecer y transportar su comida, alguien que le produzca y transporte la energía que necesita, alguien que le transporte a él mismo, alguien que fabrique su ropa, alguien que le entretenga y así hasta el infinito. Todo ello a cambio de un dinero que gana honradamente trabajando 40 horas a la semana durante la mayor parte de su vida. Todo ello porque confía en que el sistema socio-económico en el que está inmerso va a funcionar perfecta e inocentemente. Pero ¿y si no funciona? Si no funciona la central eléctrica correspondiente no hay luz, no hay medios para cocinar, no hay medios para calentarse. Si los controladores aéreos, pongamos por caso, van a la huelga nuestro hombre normal se queda sin poder viajar. Si nieva las carreteras se bloquean. Si llueve hay inundaciones. Y lo más curioso de todo, nuestro hombre se indigna, le parece incomprensible que ocurra algo que el perfecto sistema no sea capaz de controlar, espera que alguien, el gobierno o lo que sea, le resuelva el problema,  «parece mentira que en pleno siglo XXI» .

Imaginemos ahora a un hombre «normal» de hace 500 o 1000 años, capaz de procurarse su comida, su energía, su ropa, capaz de ir por sus medios a donde quiere ir y capaz, también, de comprender que hay hechos, situaciones incontrolables, que él achaca al cielo, a los dioses, a los demonios, pero que por ello no deja de entender que ocurren, que están fuera de su alcance y así los acepta.

 

Ruinas

La conciencia de si mismo y del concepto tiempo es una de las diferencias entre el ser humano y el resto de animales de la creación, también es su condena y su castigo (ciertamente, nuestra condena y nuestro castigo). El concepto de tiempo, cuya existencia es tan discutible como lo contrario, se ha convertido en el enemigo a vencer y, en esa lucha, cualquier clavo ardiendo es asidero adecuado para continuar la pelea. Observo con cierta curiosidad como se lamenta la caída de un muro en Pompeya, como la cueva de Altamira es manoseada sin pudor por estudiosos, científicos, mercaderes y políticos, como se gastan ingentes cantidades de dinero en conservar edificios por su valor histórico. Comentario aparte merece el hecho de que para conservar algún elemento histórico lo hagamos pervirtiendo su uso, en lugar de convento, hotel, en lugar de cueva, parque temático. Nada más digno que una ruina que es tal, fundiéndose con el paisaje con el peso de los años sobre sus piedras, completando el círculo de alguna manera.

¿Por qué? No deja de parecerme paradójico el valor que se da a unas ruinas, unas pinturas, por el simple hecho de que su edad se mide en miles de años,  sobre todo si se contrapone la imagen de gentes sin hogar, hombres y mujeres vivos, que respiran, que comen.

El ansia de eternidad, de inmortalidad nos encadena como especies a esos objetos, que no son otra cosa que amuletos para alejar el fantasma del paso del tiempo. Amuletos que para cumplir su misión deben llamarse arte, cultura o historia, amuletos evidentemente inútiles pero consoladores al fin y al cabo, que es de lo que se trata en definitiva.

 

Nuevo dios

En el siglo XVIII se inicia en occidente un proceso, que consigue poner al individuo en el centro del pensamiento. Ese proceso queda finalmente por escrito con la Declaración de Derechos del Hombre en  el dolorido y doloroso siglo XX. La razón por encima de la superstición, la justicia sobre la arbitrariedad, son ideas, que aunque lejos de llegar a cumplirse en un porcentaje aceptable, iluminan el camino y reconfortan de alguna manera. Con el cambio de milenio el proceso ha comenzado a invertirse, en nombre de la seguridad se recortan libertades, en nombre del progreso se pisan derechos, en nombre de la economía se sacrifican pueblos.

El Mercado es el dios de nuestro tiempo, en su nombre todo está permitido, en su palabra está la verdad. Como el dios de Abraham es juez y parte, caprichoso, puede ser generoso o cruelmente vengativo, arbitrario o justo a su antojo.

Lo anterior no deja de ser una broma, apocalíptica si se quiere, pero una metáfora de la realidad. La prensa nos fustiga cada día con noticias del tipo: «los mercados exigen reformas», «los mercados castigan a Irlanda», al final lo que están diciendo es que hay que renunciar a derechos laborales para contentar a esos mercados, que hay que inundar los bancos de dinero público para contentar a los mercados, que hay que proteger a las grandes multinacionales para que los mercados nos perdonen. Ante tal avalancha de ¿información? se me ocurre preguntar ingenuamente: ¿quienes, con nombre y apellido, intervienen en los mercados? ¿quien, con nombre y apellido, compra deuda pública? ¿quien, con nombre y apellido, decide que un país es más o menos solvente? Contestar a esas preguntas sería informar, no repetir la consigna del que manda.