Esta mañana, mientras la lluvia empujada por el viento me golpeaba en la cara, frente a los eucaliptos, (ocálitos, que leches), mientras intentaba adivinar si las cebollas, los ajos o las espinacas eran capaces de atravesar la tierra negra empapada y buscar el sol; esta mañana, decía, me acordaba de aquel amigo que el otoño pasado me echaba en cara mi pereza para escribir, es una pena, lamentaba. Otro amigo, el del espejo, intentando buscar una explicación para esa inactividad me dio una idea. Tal vez sea una buena razón, una mala excusa, o un regular juego de palabras, el caso es que a mí me gusta.
La literatura es, entre otras muchas cosas, una forma de vivir otras vidas, de ver otras realidades, mucho más atractivas que el mundo gris, rutinario y triste por el que nos movemos. Pues bien, si acaso escribía para vivir otras vidas, una razón para que ya no escriba es que la mía merece la pena ser vivida en toda su intensidad, con todos sus altos y sus bajos. Para que huir de donde se está a gusto.
Sí, he evitado la palabra felicidad. Lo hago consciente de que la felicidad no es más que un relámpago. Me interesa más la lluvia incesante, suave y dulce que un improbable y esquivo rayo.