La conciencia de si mismo y del concepto tiempo es una de las diferencias entre el ser humano y el resto de animales de la creación, también es su condena y su castigo (ciertamente, nuestra condena y nuestro castigo). El concepto de tiempo, cuya existencia es tan discutible como lo contrario, se ha convertido en el enemigo a vencer y, en esa lucha, cualquier clavo ardiendo es asidero adecuado para continuar la pelea. Observo con cierta curiosidad como se lamenta la caída de un muro en Pompeya, como la cueva de Altamira es manoseada sin pudor por estudiosos, científicos, mercaderes y políticos, como se gastan ingentes cantidades de dinero en conservar edificios por su valor histórico. Comentario aparte merece el hecho de que para conservar algún elemento histórico lo hagamos pervirtiendo su uso, en lugar de convento, hotel, en lugar de cueva, parque temático. Nada más digno que una ruina que es tal, fundiéndose con el paisaje con el peso de los años sobre sus piedras, completando el círculo de alguna manera.
¿Por qué? No deja de parecerme paradójico el valor que se da a unas ruinas, unas pinturas, por el simple hecho de que su edad se mide en miles de años, sobre todo si se contrapone la imagen de gentes sin hogar, hombres y mujeres vivos, que respiran, que comen.
El ansia de eternidad, de inmortalidad nos encadena como especies a esos objetos, que no son otra cosa que amuletos para alejar el fantasma del paso del tiempo. Amuletos que para cumplir su misión deben llamarse arte, cultura o historia, amuletos evidentemente inútiles pero consoladores al fin y al cabo, que es de lo que se trata en definitiva.